A veces me preguntaba si era una persona o si simplemente
era un ente que pasaba desapercibido por las diferentes almas que invadían las
aceras. Pensareis que es una pregunta un
poco obvia y que como dijo un gran pensador: si pienso es que existo.
El porqué de que me pregunte esto es bien simple. He
llegado a una edad que he perdido todo aquello que de pequeño ansiaba tener. He
perdido a mis amigos, si es que alguna vez los he tenido, he perdido a mi
familia, esa que antes nunca valoraba y ahora echo tanto de menos. Estoy vacío.
Solo, en una vida que me viene demasiado grande. Existo en un mundo en el que
sólo hago que trabajar para sobrevivir, porqué así me lo enseñaron. Ni si
quiera se porqué quiero sobrevivir.
La rutina me ahoga y las palabras se me atascan en la
garganta de no usarlas. Me pudro en mi angustiosa soledad, me miro en el espejo
y entiendo porque ya no recuerdo lo que se siente al tocar una piel querida, o
ni siquiera querida, simplemente deseada. Definitivamente estoy dentro de un
bucle: cuanto más me rechazan, más asco doy y más me rechazan.
El único contacto humano que tengo actualmente es con la
señora que viene a hacerme las tareas del hogar, esas que el ánimo para
hacerlas perdí hace ya tanto tiempo. Ella siempre es puntual, remarcando esa
rutina que tanto asco me da. Pero ¿cómo le voy a decir que hace demasiado bien
su trabajo?, como siempre a callar y a tragar un plato que todos los días a las
dos y diez tengo sobre la mesa. La única alegría del día es la copa de vino que
acompaña a la tan poco suculenta comida.
Ese día ocurrió algo fuera de lo común, algo que rompió
la normalidad de mi vida. Un ruido que sacudió las bases de mi ser. Me manché.
Sí, una simple mancha. Siguiendo en mi línea de desánimo, dejé que la mancha se
quedara en mi camisa blanca. Total, ¿podía dar más asco del que ya daba?.
Me fui a trabajar. Salí a la calle y sentí algo que hacía
mucho tiempo que no sentía: la gente me miraba. Ya no era ese “don nadie”,
ahora existía. No tardé mucho en darme cuenta de que me observaban por la
mancha de la camisa. Al contrario de lo que sentiría otra persona, no tuve
vergüenza; pero claro ya hace mucho que dejé de ser normal. Paradójicamente me
sentí querido. Esa mancha había sido capaz de atraer la atención que yo durante
una vida no conseguí. La amé. Amé a la mancha más que a mi mismo.
Fui a ducharme. Me desnudé. Al salir del baño fui en
busca de mi camisa manchada. La busqué por toda la casa, y finalmente la
encontré, en la lavadora. La angustia
volvió a invadir mi cuerpo, mi cerebro se secó de golpe, era incapaz de pensar.
Me habían quitado lo que más quería, lo que me daba la vida. Mi sangre se
convirtió en rabia y mis ojos lloraban furia.
Me senté en la mesa para comer, eran las dos y diez, pero
a diferencia de los últimos años, no tenía el plato delante. Cogí la botella de
vino, me vi las manos y en ese preciso instante el universo se paró. Todo mi
cuerpo era una gran mancha. Una mancha de sangre.